«La muerte solo adquiere importancia en la medida en que nos permite reflexionar sobre el valor de la vida «
(Andrè Malraux)
El Hospice San Camillo en Quito (Ecuador), ofrece la oportunidad de vivir en paz en el último paso de nuestra vida. Siempre en una atmósfera de respeto, serenidad, comunicación y apoyo mutuo. La filosofía del Hospice, se apoya en una certeza profunda: la persona que se prepara para morir es y siempre será una persona hasta el final y la vida le pertenece.
El Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal Alemana formuló el contenido básico del derecho a una muerte digna:
“Para enfrentar un problema tan fundamental, es necesario mantener firmemente un punto: toda persona tiene derecho a la muerte humana. La muerte es el último evento importante de la vida, y nadie puede privar al ser humano de esto, sino que debe ayudarlo en este momento… Esto significa que debemos ofrecer la mejor asistencia posible. Y esto no consiste solo en el tratamiento médico, sino sobre todo en prestar atención a los aspectos humanos de la asistencia, para crear alrededor de la persona moribunda un ambiente de confianza y calidez, donde sienta el reconocimiento y la alta consideración humana por su existencia.”
Esta declaración representa la esencia del Hospice.
En estos días, hemos escuchado el testimonio de muchos profesionales de la salud y voluntarios que, han transformado su profesión en un gesto vocacional de servicio y amor a la persona, independientemente de su creencia. El Hospice siempre ha dado la bienvenida al paciente visto como persona, y esto hoy se convierte en una experiencia común entre los profesionales de la salud. En estas circunstancias difíciles, renuevo mi gratitud a todos nuestros servidores de la vida, y al mismo tiempo, invito a que esta experiencia de fragilidad nos lleve a la reflexión.
“La Peste”, un trabajo de Albert Camus, que a pesar del tiempo aún es considerado como un instrumento de reflexión y discernimiento en la actualidad.
En el año 1940, una epidemia conocida como la peste, llega a Orán, y esto pondrá a prueba a sus ciudadanos, acostumbrados a trabajar como locos, amar sin darse cuenta y morir sin la paz necesaria. Una ciudad fea, cansada y frenética, en la que la vida continúa sin ser realmente vivida.
Albert Camus se encarga de analizar la reacción de los habitantes de Orán ante la epidemia y, a través de personajes como Rioux, Tarrou, Paneloux o Rambert, construye un escenario sobre el que los seres humanos son capaces de enfrentar situaciones que nos ponen al límite, en la frontera entre la vida y la muerte, ya sea de nuestra vida o la de las personas que amamos.
En la obra de Camus, ante la peste la ciudad debe aislarse, dejando muchas familias separadas. El comercio cae y la especulación aumenta, mientras los ciudadanos entran en inactividad y «modorra». Muchos desean huir de la soledad y otros afirman que la epidemia solo consumirá la vida de aquellos que no son «dignos del reino de Dios» (pronto descubren que creer en Dios no genera inmunidad). Hay quienes lo minimizan, otros que lo exaltan y algunos que desean aprovechar la circunstancia. ¿Y el enemigo principal? Más que la plaga misma, la mala información. «Las desgracias de todos los hombres provienen de no hablar con claridad», dice Camus.
Sin embargo, el espíritu humano brilla en la intervención de los equipos de salud y aquellos que los apoyan; no solo por la importancia de su trabajo, sino más bien porque «ayudaron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persuadieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que hacer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos”
Nuestra peste, la del coronavirus (Covid-19), nos muestra los rostros de la naturaleza humana. Mientras los equipos de atención médica arriesgan sus vidas a diario y los científicos luchan contrarreloj para encontrar una cura, las personas se muestran como son, algunos en solidaridad y colaboradores; otros, egoístas e ingobernables, que ponen en riesgo a los demás. Hay quienes no se preocupan por ellos mismos; o los que obligan a sus trabajadores a continuar asistiendo aunque su trabajo puede realizarse desde casa. Hay estos otros que, aún en medio de la crisis, no pueden ayudar a quienes lo necesitan. Quizás ellos son la verdadera peste.
Al final, la peste pasa y el espíritu humano se impone y «se aprende en medio de las pestes, que hay entre los hombres, más cosas dignas de admiración que de desprecio». Tal vez esto nos ayude a comprender que esta peste que ahora nos está afectando es cosa de todos, y que debemos estar preparados para unir fuerzas y luchar contra ella.
Las horas difíciles nos pusieron a prueba. La emergencia de salud nos hace descubrir a un grupo de personas, que sin las cuales caeríamos en crisis. Esta prueba social y humana también se convierte en una nueva oportunidad para descubrir nuestra misión: el trabajo sacrificado de médicos y personal de salud, personal policial y militar, aquellos que cultivan la tierra y distribuyen alimentos y medicinas, voluntarios que merecen gratitud eterna. Si bien estamos viviendo un momento crítico de la pandemia y su posible expansión global, hay millones de personas en el país y en todo el mundo trabajando en una dimensión solidaria.
En el encierro y la soledad, ocupemos un espacio para pensar en aquellos que dejan a la familia para ir y ofrecer su contribución y dar todo por la humanidad.
El coronavirus (covid-19) está cambiando todo el paisaje que nos rodea. La amenaza a nuestra salud, es diferente a cualquier otra que hayamos experimentado. El virus se está extendiendo, el peligro está creciendo y nuestro sistema de salud, economía y vida cotidiana están a merced de un gran nivel de estrés.
Los grupos vulnerables, especialmente nuestros ancianos, las personas con enfermedades en etapa terminal, incluso aquellos que no tienen acceso a una atención médica estable y aquellos que viven en la pobreza o en condiciones precarias, son los más afectados.
Todos los países redescubren la hermandad en la misma pandemia, pero las respuestas al mismo drama cambian.
A lo largo de los siglos, la humanidad y su organización social se ha esforzado en múltiples formas para ofrecer apoyo y consuelo a los enfermos y moribundos. La enfermedad y la muerte siempre han constituido un pilar esencial y una realidad inevitable de la experiencia humana. La respuesta ofrecida a las necesidades particulares de los moribundos y sus familias, ante la pérdida inminente de un ser querido, es un indicador del grado de madurez de una sociedad.
Al describir una radiografía de la ciudad moderna y su estilo de vida, Albert Camus declaró:
“La forma más cómoda de conocer una ciudad es verificar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere (…) lo más original en nuestra ciudad es la dificultad que se puede encontrar para morir. Dificultad, por otro lado, no es la palabra correcta, sería mejor hablar de inconvenientes. Nunca es agradable sentirse enfermo, pero hay ciudades y pueblos que nos apoyan en la enfermedad, países en los que, de alguna forma, uno puede confiar. Una persona enferma necesita ternura, necesita contar con algo; esto es natural “.
Camus colocó la muerte humana como un índice de cultura y humanidad en el centro de su trabajo y denuncia. ¿Qué hemos hecho con nuestra sociedad humana?Qué difícil es morir bien y acompañado de ternura cuando nuestras ciudades y pueblos parecen persistir en un estilo de vida enfermizo.
El desafío de nuestros días es respetar, salvar y promover la dignidad humana, en particular, de aquellos que están en condiciones de sufrimiento y vulnerabilidad, que depositan una gran confianza en los centros de salud y especialmente en el personal de atención. Confianza que espera una respuesta competente y proximidad, como en la parábola siempre vigente del Buen Samaritano.
El Movimiento Hospice nació con la intención de ayudar a vivir el final de la vida con la máxima comodidad y que los miembros de la familia pudieran contar con un servicio adecuado.
Frente a la afirmación habitual de «no hay nada más que hacer», todavía usamos el término latino «palio», que significa la invitación a cubrir al paciente con amor, con el acompañamiento y el cuidado que reclama su dignidad.
Juan Pablo II dijo: «La pregunta que surge del corazón del hombre en la confrontación suprema con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando está tentado a refugiarse en la desesperación y casi cancelarse en ella, es sobre todo una cuestión de compañía, solidaridad y apoyo. Se necesita ayuda para continuar y esperar, cuando todas las esperanzas parecen desaparecer ”(EV, 67).
El Hospice San Camillo en Quito, también se transforma en esta hora de incertidumbre social en una experiencia que invita a humanizar la dimensión dolorosa de la existencia.
La Dra. Cicely Saunders, iniciadora del Movimiento Hospice contemporáneo, resumió este estilo de tratamiento al final de la vida: «Eres importante como persona, me importas hasta el último momento de tu vida y haremos lo que esté dentro de nuestras posibilidades, no solo para ayudarte a morir en paz, sino para vivir hasta el día de tu muerte.»
P. Alberto Redaelli
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