Las Eucaristías de nuestros días se celebran sin la participación de la comunidad. Al comienzo esta decisión de nuestra Iglesia Ecuatoriana ha creado perplejidades y opiniones divergentes. Tal vez estas reacciones se despertaron en muchas personas, no solamente entre las posiciones más tradicionales, sino también entre los sacerdotes que deseaban continuar la celebración de la Eucaristía con la comunidad cristiana. Se han creado debates y confrontaciones por diversas vías, pero con el avanzar de la pandemia se vio que no había otra elección para frenar el virus: hubo que parar, quedarse en casa y no crear ocasiones de encuentro, en todo caso ha sido la oportunidad para participar de un “encuentro” espiritual y sacramental por via virtual y on-line.
Tal vez esta experiencia espiritual se presta para otra reflexión: la Eucaristía se hace autentica cuando es celebrada en la vida, en la existencia cotidiana. A un sacerdote que se alejaba de la parroquia para acompañar y asistir a la madre enferma, otro hermano le confiaba: “No te preocupes por tus celebraciones, las tuyas se realizarán cerca de la cabecera de tu mamá”.
Esta afirmación asume hoy un significado muy especial. De hecho la eucaristía no solo es la que se celebra con la comunidad y en el templo; hoy más que nunca las cantidades de misas celebradas son las que se viven cerca de los sufrimientos de los enfermos y de los moribundos, de todo el personal de salud que en primera línea lucha por cuidar y darle vida a cuerpos afectados y golpeados por la enfermedad. Es el misterio de pasión, muerte y resurrección que se celebra cada día en los hospitales, Casas de Salud, Residencias para Ancianos, Hospices, etc. donde se realiza en continuación el gesto sacrificial.
La Misa no es solo la que celebra el sacerdote con su pueblo. Hoy más que nunca, la Eucaristía es reconocible en los sufrimientos de los enfermos, moribundos, los gestos de médicos y enfermeras/os, los que combaten para salvaguardar la vida y brindar consuelo a los cuerpos tocados por la enfermedad y a las personas que concluirán su experiencia vital sin la sonrisa y mano amiga de un ser querido.
Es el misterio de pasión, muerte y resurrección que se celebra en los hospitales.
Hoy la Misa sin comunidad es la que se celebra continuamente en las camas de nuestras Casas de Salud, por los que sufren, así como por el personal médico y administrativo, son nuestro amigos “de la puerta de al lado”, como afirmaba el pasado Jueves Santo el Papa Francisco.
Reflexionemos delante de esta liturgia invisible, este misterio de pasión, muerte y resurrección. La liturgia invisible, hoy es la que pasa por los pasillos del sufrimiento, donde la enfermedad y el contagio dejan espacio al cuidado, acompañamiento de hombres y mujeres que, sin mirar a su propio bienestar, se entregan sin parar, así como hizo nuestro Señor , el Cristo Salvador. Entretengamos la respiración delante de este Misterio de la fe cristiana que continua a replicarse, también hoy, tal vez como jamás se vivió.
San Camilo De Lelis, durante uno de los siglos (XVI) donde las epidemias eran el pan cotidiano, iniciando una “nueva escuela de caridad” con el servicio global brindado al enfermo, afirmaba: “Nuestro templo es el hospital, el sagrario es la cama de todo paciente, Cristo es el enfermo”. Esto nos lleva a redescubrir la increíble vivencia espiritual cerca de cada enfermo. Allí se juega el reto de nuestra presencia humanizadora, cargada siempre de espiritualidad, esperanza y acompañamiento consolador para todos.
“Buen Samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ese sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad… buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, al hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo”… cuanto tiene de buen samaritano la profesión del médico, de la enfermera, u otras similares! Por razón del contenido evangélico nos inclinamos a pensar más bien en una vocación que en una profesión” (San Juan Pablo II, SD, 28-29).
Jesús está allí, en el rostro humano y en el corazón de tantos Buenos Samaritanos que entregan su vida en un servicio total que resaltan la vocación y profesionalidad de cada ser humano: estos son el vehículo del amor y ternura de Dios.
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